Da la impresión de que el mundo se empeña en hacer la contra al verso de Jorge Guillén y no está bien hecho. Al menos no ahora. El filósofo anarquista John Gray, al que nunca hay que perder de vista, dice que jamás habíamos estado tan cerca de la 3ª Guerra Mundial –la fatídica pinza Ucrania–Oriente Medio y el caos mental de Occidente– y que de producirse sería la extinción de la humanidad. Nos acabamos, como en las películas de ciencia ficción de nuestra infancia. Este sería el fin de la Historia y no la ocurrencia de Fukuyama. Qué curioso que nadie hable ya de milenarismo.
El discurso pesimista siempre ha sido más llamativo que el optimista y no sólo por el morbo, con una excepción a tener en cuenta. Parece que en el Berlín de los años 20-30, entre la comunidad judía, eran más los que contemplaban, incrédulos, el ascenso del nazismo que los que lo hacían preocupados. Los primeros, los optimistas, argumentaban que era imposible que aquellos brutos llegaran al poder; los segundos, los pesimistas, empezaron a hacer las maletas y a largarse de su país. Con cuentagotas, pero a largarse. Décadas después, un abuelo judío le contaría a su nieto: «De los optimistas no sobrevivió ninguno: se quedaron y murieron en campos de exterminio. Los pesimistas viven por el mundo y sus nietos trabajan en Nueva York, Buenos Aires o El Cabo».
Ante la Historia pasada los optimistas empatan con los pesimistas, incluso les ganan, pero ante la del futuro, depende: cada vez son más los pesimistas. Con una diferencia sobre los años 30: no hay donde ir. ¿Otro efecto de la globalización? Lo cierto es que Armagedón se está calentando más de la cuenta y el día menos pensado nos da un sopapo que nos manda al otro barrio, dice Gray. Nada personal, en comandita y sin empujar: vayan pasando, que hay sitio para todos. ¿Dónde el refugio, pues? Parece que en el pasado: en aquellos a los que se despreció o apartó en aras de la modernidad.
Estos días se ha inaugurado a bombo y platillo una exposición en París que reúne la obra de Caillebotte. Caillebotte se salvó de la quema donde ardieron muchos otros pintores del XIX que fueron en principio tildados de academicistas –cierto impresionismo salvó a Caillebotte de la condena–, insultados por los jóvenes turcos del arte y arrinconados en el tiempo, como algo polvoriento y cosecha de desván. El siglo XX fue muy injusto con el XIX y hubo momentos en los que creyó que la Historia empezaba con él; con el XX, quiero decir. Pero ante el vértigo que ha ido creciendo a partir del 11-S de 2001 –menos de un cuarto de siglo para ver lo que nunca creímos que veríamos– me temo que se mira hacia el XIX en busca de la tranquilidad que nos está siendo negada. Poco a poco primero; en proceso de aceleración constante después. Y sabemos que cuando la Historia quiere jugártela, lo hace a saltos.
«Que ahora se revisite a Caillebotte no indica más que la voluntad de vivir en un lugar seguro»
Caillebotte, el pintor de la pax burguesa, el pintor de argumento proustiano, el que no abandona el mundo tal como lo ha heredado, pero le añade algunos trazos nuevos y una interpretación que mira hacia adelante, aportando una descomposición del color que lo hace más alegre y mejor para vivir en él. Que ahora se revisite no indica más que la voluntad de vivir en un lugar seguro porque apenas nada se parece a lo que pintó y hasta el mundo del trabajo más duro parece en su pintura una égloga horaciana.
Este revival me ha hecho pensar en otro pintor de su época que con las mismas cartas no le añadió optimismo a la vida, sino que retrató aquello que Paul Morand llamó la negra provincia de Flaubert. Me refiero a Émile Friant, del que nada sabía hasta que lo descubrí en el Museo de Bellas Artes de Nancy de la hermosísima plaza Stanislas. ¡Cuántas mujeres vestidas de riguroso negro hay en la pintura de Friant! ¡Cuántas comitivas fúnebres, cementerios y salidas de misa! Y aunque tanto Friant como Caillebotte pertenezcan a la misma época y retraten el mismo mundo, elegiríamos el mundo del segundo y nos asfixiaríamos en el del primero y en ambos está la verdad del arte. Y si buscamos turbulencias vitales, paradójicamente las hay más en el vetusto Friant que en el estilista Caillebotte.
Mientras tanto, habrá que pensar donde nos situamos para vivir mejor lo que se tenga que vivir. Aún tenemos la suerte de poder elegir.